Historia
con reflexión
Por
Modesto Lule MSP
Todos los
jueves, don Agustín llevaba la comunión al Hospital General de la ciudad. Venía
realizando esta tarea desde hacía varios años. Nunca recibía quejas de nadie en
el hospital, hasta que, cierto día, una de las enfermeras se
acercó para
hacerle una recomendación. Don Agustín tomó asiento y escuchó muy atentamente a
la enfermera, quien le explicaba la terrible situación de un enfermo que la
había llevado al límite de la paciencia: decía que no aguantaban más a Fernando,
el de la cama 75, pues les gritaba, insultándolos todos los días, y escupía a
los doctores cuando se acercaban a él. La enfermera le señaló todo esto a don
Agustín para que hiciera algo al respecto, ya que él era el único que se podía
acercar a Fernando cuando le llevaba la comunión. El hombre de Dios se sintió
decepcionado, sin embargo, tomó con calma el asunto y prometió que haría algo
al respecto. Prontamente se acercó a Fernando y le dijo que tenían que platicar
muy seriamente.
Fernando
tenía 20 años, pero su situación física le hacía parecer más grande. Don
Agustín comentó al joven todo lo que le había dicho la enfermera con respecto a
su comportamiento, y que él no podía seguir llevándole la comunión si seguía
actuando de esa manera. Fernando permanecía callado mientras escuchaba a don
Agustín. No tenía nada que rebatir pues era verdad todo lo que escuchaba.
Después
de que terminó de hablar, don Agustín preguntó a Fernando si tenía algo que
objetar. Fernando permanecía en silencio. Don Agustín esperaba alguna razón que
justificara su conducta, pero no la escuchaba. Ese día se fue en blanco, pues
no obtuvo respuesta alguna por parte de Fernando. Tampoco pudo darle la
comunión dada su actitud hostil para con los demás. Don Agustín no quería
privar de la comunión a Fernando, pero antes tenía que arreglar la situación
del enfermo. Y llegó por fin el día en que Fernando abrió completamente su
corazón y contó todo lo que había pasado antes de llegar a ese hospital.
Mire don
Agustín, dijo Fernando, yo tengo mucho odio hacia la gente. A veces me
desespero porque me siento solo, como un perro callejero, sin nadie que
platique conmigo ni me pregunte cómo estoy, qué pienso o qué me gustaría hacer.
Los que se decían mis amigos me han abandonado. Mi familia ni siquiera se
acuerda de mí. Al principio todos me preguntaban cuáles eran mis síntomas, y
estaban siempre a mi lado, apapachándome. Pero cuando les dije el resultado de
mis análisis clínicos me abandonaron poco a poco, hasta dejarme solo por
completo. Yo no sé si hago mal en juzgar, pero creo que la culpable de mi
enfermedad es mi madre. Ella me decía que tenía que conocer el mundo y todo lo
que éste me ofrecía, pero que tomara siempre “mis precauciones”. Al principio
yo no entendía lo que ella quería decir, pero cuando le dije que iría con mi
novia a la disco, y que probablemente llegaría tarde, ella se metió a su cuarto
y me trajo luego un pequeño sobre que puso en mi mano, al tiempo que me decía
“¡no olvides esto!”. Cuando salí de casa me fijé en lo que contenía el sobre y
resultó ser un paquete de condones. Fue entonces que entendí que tenía permiso
de mi madre para darle rienda suelta a mis impulsos. Así lo hice, pero no sé qué
pasó después. Fue un descuido o no sé.
Lo cierto es que me contagié de SIDA. Creo que mi madre es la culpable
de mi desgracia.
Don
Agustín escuchaba atento aquella terrible confesión. No creo que tu mamá tenga
toda la culpa, Fernando. Le dijo don Agustín. Ella te dio ese paquete, pero la
última decisión la tomaste tú. Nadie en el mundo tiene la culpa de tus
decisiones. No eres una marioneta ni un ser irracional. Si tú sabías de las
consecuencias, ¿por qué le seguiste el juego? En cada etapa de nuestra vida
debemos realizar un largo aprendizaje de renuncia, a fin de orientar nuestra
libertad.
Uno qué
va a saber de eso don Agustín, repuso Fernando, uno es joven y no piensa en
eso. Además, yo nunca escuché una advertencia respecto a la sexualidad, ni
siquiera de mi madre. Por eso, quiero pedirle un favor. Dime, contestó don Agustín. Quisiera que usted, que está en las cosas de
la Iglesia, comunique a los jóvenes que tengan cuidado, y que no se dejen
llevar por sus impulsos. Y ¿por qué no lo haces tú?, preguntó don Agustín. Creo que no tengo la fuerza moral suficiente
para hacerlo. Además, la vergüenza me mataría si me señalan como un enfermo de
SIDA. Está bien, no te voy a obligar, le
dijo don Agustín. La última decisión la tienes tú. Pero recuerda que siempre
habrá alguien que te escuche cuando quieras platicar. Por lo pronto te pido que
te confieses lo más pronto posible para traerte la comunión, y que pidas perdón
a tus doctores y a todos los que has ofendido. No te dejes derrumbar por cosas
que ya pasaron, mejor levántate con nuevos ideales y la vida misma te
responderá. Dios sabe lo que llevas dentro y lo que quieres para tu vida
depende en gran medida de cómo le respondes a lo que te pide Dios.
Es muy cierto, Dios nos da la libertad de escoger entre lo bueno y lo malo
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